miércoles, 24 de junio de 2009

Te recuerdo Amanda...

Aquél día era especial para Manuel, su primera cita con Amanda. Durante muchos meses las cartas de uno y otra se habían cruzado en el camino, incluso a veces Manuel soñaba que en algún momento de sus recorridos inversos habrían dormidos juntas en algún frió cajetín de alguna Oficina de Correos.
La hora de salir del trabajo parecía no llegar nunca. Para colmo su jefe estaba molesto por el descenso de las ventas. Habían hecho balance y las cuentas no le cuadraban por muchas vueltas que le había dado, así que no casi no se explicaba como se había atrevido a pedirle un par de horas libres.
Miraba de reojo el reloj mientras conducía, las 3:45, “tranquilo”, se decía, “tengo tiempo de sobra hasta la 5:00 en que hemos quedado”, al fin y al cabo , solo era para tomar un café. Solo para tomar un café, con la cantidad de cosas que habían dejado plasmadas en aquellas incontables cartas, con la cantidad de amor que habían pintado en aquellas interminables llanuras de papel.
Algo perturbaba sus pensamientos, no llevaba ningún regalo en su primer encuentro. Quizás si pasase por una floristería le gustaría comprarle un nardo, era la flor preferida de Amanda, se lo había comentado en una de sus cartas. Por su cabeza iba pasando un enorme catálogo de posibles presentes, unos les parecían inapropiados para el momento y otros de dudoso gusto para una dama como ella, distinguida, elegante y hermosa. Así que cuando caía en la cuenta en eso de presentarse con las manos vacías le torturaba la idea.
Sin darse cuenta pisaba el acelerador, “no puedo llegar tarde en mi primera cita” y eso que Amanda le dijo que ella terminaba su trabajo en aquella oficina de la inmobiliaria a las 5 y que estaría con él, entre las 5 y las 5:05. Pero recordaba que en una de las cartas, sin duda para tomarle el pelo en ese juego de nervios entre desconocidos, dijo que pediría unas horas libres aquella tarde para ser ella la que jugase con ventaja y verle primero aparecer por la puerta. Manuel sonreía mientras se recordaba leyendo aquella carta, “te esperaré sentada en una de las mesas de ese bar, con un libro en mis manos, así si te demoras aprovecharé el tiempo leyendo y además me reconocerás".
No le convencía mucho la idea de que ella hubiese elegido ese local próximo al su trabajo. Ella estaría familiarizada con el entorno, en su terreno, se sentiría segura. Él estaría en inferioridad de condiciones, en un entorno hostil que nunca había pisado antes, tanto que si no fuese porque Amanda casi le dibujase un plano en unas de sus últimas cartas, nunca lo hubiese encontrado.
Dió varias vueltas alrededor del bar buscando aparcamiento, dos o tres calles más allá encontró un solitario hueco aun caliente por otro que acabaría de abandonarlo.
Apenas poner un pie en el suelo volvió a mirar su reloj, 4:05, faltaba casi una hora. Se puso su chaquetón para aliviar la sensación de frío de aquella tarde de invierno y comenzó a caminar por aquellas aceras atravesando las calles que le separaban de su destino.
Vio de lejos el bar, un cajón rectangular que daba a dos calles, montado por una mole de pisos, una puerta a cada calle y rodeado de ventanas con cristales opacos de colores.A medida que se acercaba, a través de aquellos cristales de una ventana, se adivinaba la figura de una dama sentada en una mesa con el torso inclinado sobre un libro. Manuel se detuvo junto a la ventana intentando adivinar si aquella mujer al otro lado era Amanda, quizás se hubiese adelantado como anunció en aquella carta. Sintió como el corazón se aceleraba al girar aquél pomo y empujar la puerta, instintivamente buscó con su mirada allí donde había visto sentada aquella mujer.
Manuel había elegido entre las mesas que quedaban libres, aquella que estaba en un rincón, junto a la de aquella extraña. Se quitó el chaquetón y lo puso en el respaldo de una de las cuatro sillas vacías que rodeaban aquella mesa redonda.Se sentó de espaldas a la puerta por la que había entrado y de frente a la otra.
Para poder mirar a la dama del libro tenia que girar la cabeza, le parecía que podía llamar su atención y quizás importunarla, así que apenas se había sentado, se levantó de nuevo y se sentó en la silla de al lado, la que estaba justamente en el rincón que formaba una de las esquinas del bar, frente a la mujer. Desde aquella situación podría ver llegar a Amanda entrase por una u otra puerta.
Al sentarse se dio un golpe en las rodillas, algo había oculto debajo de la mesa, se había sentado justamente en la silla que señalaba la posición de una de las patas. Adaptó su postura, algo más incomoda que la que tenía en su silla anterior y fingió estar relajado, como si el resto de la Humanidad le estuviese escudriñando.
.Nunca había visto antes a Amanda, alguna foto que poco decía de su físico. Solo recordaba vagamente detalles que ella le había descrito tiempo atrás. Su pelo rizado con algún veteado rojizo y cortado a la altura de los hombros, fue el responsable de que no se hubiese sentado nada más entrar en la mesa con aquella mujer después de zamparle dos besos, esta lo tenia liso, sujeto en un moño y casi rubio platino. Aún así, y aunque casi convencido de que no era Amanda, con miradas furtivas o rayando el descaro calculó la edad. Siempre se equivocaba cuando hacía esto para divertirse, así que dejó un margen suficiente en sus cálculos para evitar errar. No, no podía ser Amanda, esa mujer sentada era mayor que ella y fea, Amanda no podía ser fea, ahora sí sabía que aun no había llegado.
Miró de nuevo su reloj de pulsera, aún seguía faltando casi una hora, no se había dado cuenta que solo hacía unos minutos que lo había mirado al entrar, los nervios, pensó.
Levantó casi tímidamente la mano para llamar la atención de alguna de las camareras, estas, sintió Manuel que le habían estado observado desde que entró.
Joder, si pido un café, de aquí a que llegue me puedo haber tomado por lo menos cuatro, lo que le faltaba a mis nervios, pensaba Manuel, “una manzanilla, por favor” pidió a la camarera que esperaba pacientemente y tiesa como una estaca junto a la mesa con la libretita y el boli en la mano mirando fijamente.
Tomó aquella especie de tetera metálica por su pequeña asa para no quemarse y llenó de manzanilla su taza, mientras, observaba la gente que ocupaban las otras mesas.
Detrás de la dama del libro, tres mujeres y un hombre debatían animadamente sobre sistemas y métodos educativos, una de ellas, la más resuelta, llevaba la voz cantante y el resto seguían sus razonamientos y explicaciones con interés sublime.En otra mesa frente a Manuel y al lado de la dama lectora, dos hombres la ocupaban, y en el tiempo que estuvieron ya eran varios cubatas los que le habían hecho compañía, mientras, uno de ellos más acalorado, vehemente gesticulaba con signos evidentes de enfado por algún incidente en el que se mezclaban médicos y abogados, posiblemente se tratase de algún accidente de trafico.
Echó un trago de manzanilla, más fría que antes, mientras algo llamó su atención, la dama enfrente de él cerró lentamente el libro, lo guardó parsimoniosamente en su bolso, se quitó las gafas y las introdujo en su funda , se levantó de la mesa , cogió su abrigo y muy seria , se marchó. Seguro que habría estado esperando a su Manuel, pero ese no vino.
Un cenicero aburrido le invitó a encender un cigarrillo, sacó de su bolsillo dos encendedores, el suyo y ese otro que le habían regalado en el Estanco cuando compró por la mañana un paquete de tabaco. Era de miles de colorines, como de una estampa de feria, coqueto u hortera, depende de a quien le tocase.
Cuando la chica del Estanco se lo regaló junto con su sonrisa, probó a encenderlo. Como siempre, como todos los encendedores, giras con el pulgar la ruedecita y presionas la palanquita, vamos, simple, pues no, aquella especie de papagayos con llamita no encendió. Se volvió a la chica y le dijo, “Disculpa, pero esto no enciende”, la chica estrenó una muesca entre burlona y malvada para replicarle, “ Sí funciona, lo que ocurre es que este encendedor es a prueba de niños, tienes que levantar primero la palanquita hasta una posición más elevada y después, como todos”, y se encendió, “jeje, la leshe con el joío encendedor”.
Un periódico que compró en un kiosco que encontró en el camino del coche al bar, disimulaba su impaciencia y su estancia.
De vez en cuando le asaltaba la duda sobre la conveniencia de aquella cita, aquél lugar y el tiempo que llevaba esperando.
Leyó los titulares, se paseó por sus paginas interiores, artículos de autor y opiniones de los lectores, si hubiese tenido un bolígrafo a mano habría intentado hincarle el diente al presumido crucigrama, miró de nuevo el reloj y vuelta a la portada.
Sin duda era ella, había llegado.Apenas había cruzado la puerta de entrada, la perdió de vista, una columna inoportuna durante unos instantes le tapó la visión. Él se levantó inmediatamente, era la consigna que habían previamente acordado para que pudiese reconocer a Manuel. Ya al otro de la columna, ella giró su cabeza y se dirigió derecha a él, como si le conociese de toda la vida. Subió un par de escalones que elevaba el espacio reservado para las mesas sobre el resto del recinto y se plantó delante de Manuel, este la esperaba a unos pasos de la mesa. Allí estaba Amanda, erguida, con la distinción de una reina, con un abrigo beig largo, la manos en sus bolsillos. Su pelo ligeramente rizado, castaño, veteado de tímidos tonos rojizos mantenía despejada su frente, un claro de luna. Sus cejas eran dos arcos de medio punto que albergaban sus ojos bajo su dintel. Tenían estos una suave inclinación que imitaban la belleza de los ojos de una geisha, verdes, de una pureza verde envidiada por las esmeraldas. Su nariz, pequeña, recta y coqueta era una especie de centinela sobre el precioso mar de su boca.Sus labios delgados y perfilados por un color rojo atenuado, encerraban dos hileras de dientes pequeños, como un rosario de diminutas perlas. Su barbilla redondeada era el broche de aquél rostro pequeño y harmonioso.
Manuel por unos instantes creyó estar en presencia de una virgen, pequeñita, delicada, de blanca pureza, muy hermosa.
Un “Hola” se abrió paso entre una resplandeciente sonrisa, era la primera vez que Manuel oía de primera mano la voz de Amanda.Acercó su cara al rostro de ella, un aroma que caía desde su pelo la envolvía toda, y le dejó prendidos en sus mejillas dos besos que se posaron suaves como palomas.
Amanda se encaminó a la mesa que había estado ocupando Manuel, este la siguió con intención de ayudarle a quitarse el abrigo, pero ella rodeó la mesa sin notarlo, se quitó el abrigo, lo dobló y lo dejó sobre el respaldo de la silla del rincón, donde estuvo esperando Manuel.
Preguntó “¿Dónde me siento?”, no le dio tiempo a contestar porque ella ya había elegido una silla, se sentó y al momento se levantó y mudó a la del rincón, donde momentos antes había abandonado su abrigo.Curiosamente y sin saberlo, se había paseado por las mismas sillas que Manuel durante la espera.“Ahí está la pata” le advirtió Manuel, “¿Cómo”?, preguntó Amanda extrañada, con en el tomo de de quien no sabe de que se le habla, “No, que te decía que en esa silla están las patas de la mesa, jaja, “No importa”.
Se acabó sentando en la misma silla sobre la que había doblado el abrigo en su respaldo, quizás le incomode la situación y mi compañía o quizás también le afectan algo los nervios, pensó Manuel consolándose en la duda.
Volvió a levantar la mano mirando a la barra detrás de la que se habían refugiado un par de camareras, una de ellas se acercó con celeridad a la mesa y Manuel mirando a Amanda le preguntó “¿Qué quieres tomar?”, esta dirigiéndose a la camarera,“un té con limón”, “y ud?, “otra manzanilla, por favor” respondió Manuel.
-Bueno, ¿y que?, ¿decepcionado? preguntó Amanda, Manuel la contemplaba con el recogimiento del peregrino, ensimismado.
-Para nada, eres guapísima
-Gracias, dijo Amanda, me gusta tu interior , continuó, y además, no he sentido ese rechazo a flor de piel al verte, como ocurre algunas veces al ver a alguien, ya sabes. A Manuel no era lo que le hubiese gustado escuchar , pero ya sabía de antemano que no lo iba a oír, así que pensó socarronamente “ Menos mal que me curé la lepra hace un par de días”, no dijo nada, simplemente sonrió y susurró:
-Ya ves, es lo que hay, jaja, ya te lo advertí.
-¿Llevas mucho tiempo esperando? preguntó Amanda.
-No, solo unos minutos, mintió Manuel, pensó que pensaría que era de tontos llevar esperando prácticamente una hora, cuando ya le había anunciado a la hora que salía de trabajar.
-Pues para ser unos minutos, ya llevas dos cigarros, jaja, dijo señalando el traidor cenicero. Manuel se percató de lo observadora que era, seguro que ya se habría fijado con todo detalle en él, el juicio ya habría terminado y la suerte echada así que ya no había vuelta a tras.
Amanda habló de su niñez, de esos recuerdos que cada uno tiene grabados a fuego en la memoria, por lo cuales justificaba esa necesidad inconsciente de sentarse siempre de espaldas a la pared.
Ella siguió hablando, él, simplemente escuchaba, la adoraba con su silencio, mientras, su mano jugueteaba con una servilleta.
-¿Estás nervioso? preguntó Amanda mirando la mano de Manuel. Estuvo a punto de negarlo, pero era tan evidente, además recordó una de las premisas que ambos se habían propuesto desde el comienzo de aquellas cartas, no ocultarse mutuamente los sentimientos.
-Sí, respondió Manuel, ten en cuenta que para mí es la primera vez.
-Jaja, vamos, que tu te crees que cada día de la semana como hoy, me cito con alguien diferente, jaja, dijo Amanda.
En sus palabras él creyó ver una descarga de ironía y decepción por su anterior respuesta, se dió cuenta de lo desacertado de su frase, culpa de aquellos ojos profundos y serenos lagos verdes que le miraban.
Le parecía imposible tener allí sentada a su lado un ser tan hermoso, era el hombre más feliz del mundo. Si hubiese podido, si hubiese estado en otro lugar, si supiese que no iba a ser rechazado, la hubiese besado, hubiese sellado aquellos labios con los suyos, se hubiese arrojado en el interior de su boca.
Amanda desvió un momento su mirada, saludó a alguien detrás de Manuel, seguramente algún conocido de su trabajo, pensó. Manuel giró la cabeza, era un chico joven con su pareja en una mesa, a los que vió llegar antes de que entrase Amanda. Adivinó que la atención de ella al entorno era fruto de su aburrimiento, lo comprendió, se sintió mal al pensarlo.
-Ya te dije Amanda que soy muy tímido, vamos, más corto que las mangas de un chaleco, jajá.
-No lo creo, leyendo tus cartas, no es precisamente eso lo que pareces.
-Pues sí, lo soy, jaja
-Fumaré un cigarrillo, dijo Amanda, Manuel sabía que ambos fumaban el mismo tabaco, se aprestó para ofrecerle un cigarrillo de su paquete que aún estaba en la mesa, testigo de aquella larga espera.
-Gracias, alargó la mano para abrir su bolso y coger su encendedor.Manuel se levantó, buscó en los bolsillos de su pantalón hasta que encontró lo que buscaba.
-Tengo algo para ti, si eres capaz de encenderlo, jaja,
Sacó aquél encendedor que le regalasen por la mañana, era todo lo que le había llevado por regalo, aún le dolía pensarlo.Una sonrisa picarona asomó en Manuel. Observaba cuidadosamente a Amanda, su reacción, si sería capaz o no de arrancarle una llama a aquel encendedor con más colores que de indio en pie de guerra, cuanto tiempo tardaría o intentos haría. Ella lo tomó en su mano, lo miró, y ¡!Zas!!, lo encendió, a la primera.
-¡¡Leshe!! si he estado a punto de devolvérselo a la chica del estanco que me lo regaló porque no encendía, jaja, dijo Manuel.
-Jajaja, si es muy fácil, además lo pone aquí, fíjate. Efectivamente, en el cuerpo del encender, dos viñetas explicaban el mecanismo combinado de aquél extraño artilugio del demonio.
Sonó un móvil, Amanda inclinó su cuerpo hasta la silla de al lado donde tenía su bolso. Comenzó a rebuscar por ese batí burrillo de variopintas cosas que casi le ocupaban los intestinos de aquél ser de piel hueca. Lo descolgó y comenzó a hablar. De cuantos días libres pediría en el trabajo y cuando los disfrutaría, se aproximan las vacaciones y quizás las estaban haciendo coincidir para disfrutarlas juntos.Fueron los momentos más difíciles para Manuel, se sentía un invasor de la intimidad de ella, sin ningún derecho a presenciar esa conversación; si no fuese por la impresión que hubiese dado, se habría levantado y alejado de la mesa hasta que terminase.
Entonces se dio cuenta de lo que ya sabía, era un extraño en la estructurada existencia de ella. Por unos momentos mirando a Amanda mientras hablaba por el móvil pensó “¿Qué pinto yo aquí?”, se sintió un extraño fuera de su lugar, del de ella, en el lugar equivocado, en un tiempo equivocado, quizás hasta con la mujer equivocada, la escena le hubiese parecido grotesca o esperpéntica si no fuese por la amarga realidad.Sin embargo, aquella situación sabía que no la había provocado Amanda, ella nunca hubiese descolgado su móvil mientras durase el encuentro. Ella era un ser de un tacto y una educación exquisita, y aguantaría estoicamente con una sonrisa pintada en su rostro hasta que nos despidiésemos.
Manuel en el fondo se sentía agradecido por el esfuerzo que le intuía a Amanda, por aquella mentirillilla piadosa de hacer que se sintiese en la gloría, en compañía de un ángel.
Al terminar con el móvil, Amanda le regaló su mirada verde y transparente, su mejor sonrisa, por unos momentos a Manuel se le disiparon aquellos negros presentimientos.
-¿A que no sabes que me ha pasado esta tarde? , dijo Amanda sonriendo
-No, dime
-Al entrar en el Aparcamiento, el coche se me ha parado y no he podido arrancarlo, me han tenido que empujar tres hombres para aparcarlo, claro que o me empujan o no podían pasar, y yo dentro al volante, jajaja.
-Tengo los cables en el maletero de mi coche, ahora si quieres lo pongo junto al tuyo y lo arrancamos, seguramente será un problema con la batería.
-No, no te preocupes, creo que intentando arrancarlo, lo he ahogado, jaja.
Sin darse cuenta las tazas de ambos se habían vaciado, el tiempo había pasado sin piedad. Manuel había tenido tiempo para llevarse robada la imagen de Amanda, a partir de ese momento nadie, ni incluso ella, podría disolverla de su memoria. Guardaría aquellos momentos, su imagen, sus palabras, su risa, sus ojos, todo, en su corazón, en ese sagrado rincón de lo imperecedero. Nunca olvidaría como iba vestida. Una blusa con cuello de pico que dejaba ver el angosto paso entre sus pechos, dos esperanzas de vida y pasión. Un pantalón blanco dibujaba sus caderas, las enmarcaba en una sinfonía de suaves curvaturas. Las botas de tacones le daban la esbeltez de la garza, caminando dejaba el rastro de una estela de delicados vaivenes.
-Yo no tengo prisa, pero creo que se te está haciendo tarde para volver a tu pueblo, dijo Amanda.
-Si, es está haciendo tarde, creo que será mejor que me marche ya.
-En serio, ¿quieres que vaya por mi coche para arrancar el tuyo?, reiteró Manuel.
-No, que va, si no arranca, me voy caminando, si vivo muy cerca, ya ves, muchos días vengo caminando, muchas gracias.
Manuel hubiese querido ofrecerse para llevarla a su casa, pero desitió ante las anteriores negativas, quizás, pensó, no se sintiese cómoda con el ofrecimiento.
-Deja que te invite, dijo amablemente Amanda.
-No, claro que no, ¡¡hasta ahí podíamos llegar!!,jaja, Manuel llamó la atención de una camarera que se acercó con prontitud.
-Por favor dígame que le debo.
-Nada, dijo esta, les han invitado el chico que estaba con su novia en la mesa de atrás.“Menos mal que ha sido poco”, pensó Manuel sorprendido.
Ambos se levantaron, Amanda echó un último vistazo a la superficie de la mesa.
–Ahh, mira se me olvidaba, mientras cogía aquél objeto que más parecía un papagayo reventado que un encendedor y lo dejaba en su bolso. “No me extraña que se le olvide, joé , vaya ocurrencia de regalo” se dijo a sí mismo Manuel.
Se pusieron sus abrigos y salieron a la calle. Allí dio dos besos a Amanda en sus cálidas y tersas mejillas antes de cruzar la ancha Avenida.
-Hasta pronto.
- Adiós cielo.
Manuel enderezó sus pasos por la acera de aquella calle en busca del coche.Mientras caminaba, sintió un alivio como si le hubiesen levantado un gran peso que le oprimiese. Pensar que aquella mujer le habría estado soportando todo aquél rato, que solo por educación podría haber estado aguantando su torpeza, su sosez, su grisácea persona, le reventaba sus sentidos.“Bueno, se dijo, al menos a Amanda le ha servido para algo, ahora sabrá apreciar mejor a su pareja, al compararlo conmigo se habrá dado cuenta del valor de lo que tiene.”, y eso le produjo un alivio de consuelo, una inmensa paz interior.
A medida que se alejaba se iba disipando la atmósfera, para él, casi irreal en la que todo se había desenvuelto.
Mientras conducía a su casa, Manuel iba saboreando cada segundo, cada fragmento, cada palabra, cada fotograma de aquella maravillosa película.

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