Era tan pequeño que para mi lo que había encima de una mesa, ya era territorio desconocido y sin embargo parece que lo estoy viendo. Seguramente estaría mirando a través de los cristales de aquella puerta que separaba el cuerpo de casa del portal, donde estaba la tienda. Apenas distinguía la figura de aquella mujer mientras hablaba con mi madre que la atendía. De repente aquella mujer giró su cabeza, me miró y como si fuese un puro instrumento del destino, abrió las compuertas de una parte muy importante de mi vida. Algo le comentó a mi madre que a esta le faltó tiempo para abrirle la puerta donde yo estaba y en cuestión de instantes, me vi en los brazos delgados y fibrosos de la anciana.
Llevaba el pelo todavía no terminado de blanquear por el tiempo, recogido detrás de su cabeza en un moño; su cara era pequeña, como sus vivarachos ojos marrones y en su piel suave tenia marcadas las arrugas que las malas jugadas de la vida le había dejado en herencia, pero todo ello no solo no le afeaba sino todo lo contrario, daba a su rostro un aire de serenidad y confianza. Ramona, decía mi madre que se llamaba. Joseito, dijo mi madre a Ramona mirándome.
Para Ramona no fue difícil sacar una sonrisa, me mostró una hilera de diminutos dientes con algunas bajas por culpa de la batalla diaria, me besó en la cara y me dijo: "Ven conmigo a mi casa, que yo tengo un nieto de tu edad, para que juguéis juntos, se llama Angelín", miró a mi madre buscando su aprobación y de nuevo el destino impuso sus reglas sobre las de los humanos.
Al poco, ya me veía, sujeto de la mano de Ramona, intentando seguir sus nutridos pasos por aquella empinada e interminable cuesta. De vez en cuando Ramona se paraba, giraba su cabeza siempre con una sonrisa pegada a su rostro para ver si seguía de pié o había aterrizado por culpa de algún paso mal dado.
Llegado a la cúspide de la más alta montaña que en mi incipiente vida había visto, giramos a la derecha y comenzamos a bajar por el empedrado de la calle, por unos instantes pensé que ahora tocaba bajar lo que antes con tanto trabajo habíamos subido, pero no, a poco de bajar a mano izquierda, se detuvo Ramona y me cogió en sus brazos para ponerme al otro lado del rebate de su casa.
Esta, se ensanchaba nada más entrar a modo de portal, una cómoda repleta de fotos familiares y alguna flor de plástico con un espejo sobre ella adornaba la blancura de la pared izquierda, según se entra; frente, una especie de enrejado metálico, negro, con un adorno que asemejaba una planta trepadora preñada de flores y hojas, iba de la pared hasta un pilar y servía para separar y dar algo de intimidad a lo que al otro lado era el comedor; por los techos corrían como renglones temblorosos las vigas de madera que servían de soporte al piso superior; el pilar acogía el marco de una puerta que franqueaba el recinto cocina-comedor y antes de travesar esta puerta a mano derecha bajaba a dar la bienvenida a todo visitante, una escalera, estrecha, empinada, de escalones altos y no muy cómodos que se ocultaba tras un tabique quizás por su timidez y que comunicaba la planta baja con la de arriba.
 Y cogido de la mano entrañable de aquella anciana traspasé la puerta de acceso a la cocina-comedor. En una para mi inmensa mesa rectangular , que ya estaba prestando servicio a sus comensales, estaba en uno de sus extremos, el mas alejado de la puerta de la calle y haciendo frente a esta como un fiel guardián, el único varón adulto de la casa, un hombre que para mi ya era anciano con una gorra cubriéndole la cabeza, la piel tostada por el cruel sol de los campos y su cara también pintada con las arrugas de los pinceles de la vida, de semblante serio, más no por su carácter sino por la gravedad que todo jefe debe de mostrar ante sus huestes, este era Antonio, marido de Ramona y abuelo de mi aún desconocido amigo Angelín. A su mano derecha y de espaldas a la pared, dos mujeres Conse y Loles, ambas hijas de Antonio y Ramona, la que ocupaba el extremo de la mesa frente al patriarca, Isabel; no estoy muy seguro de las secuencias de edad de estas tres tías de Angelín, osaré dar un orden a pesar de equivocarme, para mí, Conse, Isabel y Loles, aunque si algún día lee esto mi amigo espero resuelva el entuerto, en el lado que falta del rectángulo el otro más grande, lo compartían Ramona a continuación uno de mi quinta, Angelín, y otra mujer de edad intermedia entre las tías y los abuelos, su madre Carmen, que mantenía una lucha descarnada con un pequeñajo que intentaba mantener en su regazo; Carmen era de una estatura inferior a sus congéneres, aunque no mucho, tenia el pelo negro levemente ondulado, casi liso diría yo, recogido también atrás en un moño, excepto algunos cabellos rebeldes que aprovechando la rebujina que mantenía con el infante, se le asomaban a su frente, de ojos pequeños como sus padres, pero el arqueado de sus cejas, le daba un aire de esplendor en sus pupilas.
Angelín miró a su madre, esta se la devolvió y aprobado el intento de levantarse de la mesa, como si nos subiésemos conocido de siempre, juntos atravesamos el cuerpo de casa, dirección a su corral.
Jugamos unos instantes, pocos creo, me presentó a la perra, un cruce de mastín con que sé yo.
Corrimos por aquel corral  sobre nuestras inexpertas extremidades, tiramos alguna que otra piedra, quizás la primera de mi vida, intentando traspasar la tapia que daba al Cerro y al instante habíamos firmado un pacto, pacto de amistad y comprensión, que aun perdura, que aun lo llevo con su tinta fresca en mi corazón.
sábado, 16 de febrero de 2008
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1 comentario:
esto es una prueba
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